viernes, 1 de octubre de 2010

Lo que se llora

 Un día de noviembre que amaneció lloviendo me desperté después que aclaró. Me había dormido entre humedades. Afuera no había ninguna luz nueva, ni ningún llover cayendo; tan sólo mis ojos que accedían a luz con los espasmos del sueño, el vitral de las lágrimas y ese grisáceo sentir que venía desde adentro.
Los días me dan miedo, y hay días todos los días. ¿Tengo miedo al día, o lo que el día puede hacer conmigo? No diré que me sentí triste, porque la tristeza en toda su magnitud no se siente. La tristeza es una larga patria. Las notas de gris que salían desde mis ojos continuaron en mí durante todo el tiempo.
Sentía que me caía de la cama. Hubiera deseado caerme, pero mi cuerpo seguía allí, mundano. Entre las frazadas quería desaparecer, irme.
Recordé y lloré. Lloraba tratando de saber qué había sucedido. Me sentí fuera de algo. Un pronombre había sido mi condena. Y así, de a poco, entre epítetos, eufemismos y murmullos fui alejando de mí lo que está ante todos. Me inscribí en esta patria de noches tenues, donde las cosas no se nombran.
Sólo, entre las frazadas, tratando de irme intenté pronunciar su nombre. Pero mis labios no conjugaron más que un silencio horrendo. Comprobé que aquella palabra, la que nos nombraría juntos, no estaba. Entonces sentí la sequedad de ese exilio. Sentí que estaba en la patria de la tristeza, en las tierras de las palabras que nadie nunca decidió poner como nombre a las cosas.

Kevin Jones

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