Franz Kafka, Diarios
lunes, 18 de octubre de 2010
Uniformidad
Cuando, por la noche, uno parece haberse decidido definitivamente a quedarse en casa, se ha puesto el batín, se ha sentado junto a la mesa iluminada, después de la cena, y ha emprendido aquel trabajo o aquel juego después del cual uno acostumbra a ir acostarse; cuando afuera el tiempo es desapacible y hace perfectamente natural la permanencia en casa; cuando ahora, además uno lleva tanto tiempo en silencio junto a la mesa que si se fuera no sólo provocaría necesariamente el enojo paterno, sino el asombro general; cuando, por añadidura, la escalera de la casa está a oscuras y el portal tiene el cerrojo puesto, y cuando, a pesar de todo ello, uno se levanta con súbito desasosiego, se quita el batín y se pone la chaqueta, comparece inmediatamente vestido de calle, declara que tiene que salir, lo hace además tras una breve despedida, cree haber dejado tras sí más o menos encono, según la rapidez con que ha cerrado de golpe la puerta de la calle cortando así la general discusión sobre la partida; cuando uno se ve nuevamente en la calle, con unos miembros que le recompensan con especial movilidad esa libertad ya inesperada que se les ha dado; cuando, gracias a esta única decisión, uno siente agitarse dentro de sí toda capacidad de decisión; cuando reconoce con mayor consideración que de costumbre que uno tiene más poder que necesidad de operar y soportar fácilmente el más rápido cambio, y que, cuando uno se queda solo, crece en inteligencia y en serenidad, y en el goce de ambas cosas, entonces, por esa noche, se habrá apartado tan completamente de su familia como jamás pudiera conseguirlo de un modo más eficaz con el más largo de los viajes, y habrá tenido una experiencia que, por su soledad, tan singular para Europa, sólo puede llamarse rusa. Todo ello se intensifica aún, si a tan altas horas de la noche uno va a ver a un amigo para preguntarle cómo le va.
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